lunes, 26 de octubre de 2009

Vacaciones soñadas




Muchas veces, cuando me preguntan a dónde voy a viajar en vacaciones contesto con picardía que al Líbano. Así, sin más explicaciones, dejando la puerta abierta para que la mente de los despistados interrogadores divague y se confunda, llegando a creer que alisto maletas para partir al Líbano, Tolima; una tierra probablemente tan hermosa como mi otro Líbano, pero una tierra sobre la que, al fin y al cabo, jamás he puesto pie.


El Líbano, al que voy yo, queda en Asia, al otro lado del mundo, y tiene olor a cedros frescos, las sombras de mis ancestros, las caricias de mis abuelos. Es un mundo desconocido para muchos, anhelado por otros tantos y temido por los demás. Para mí, es parte de mi vida. Cada vez que voy descubro cosas nuevas. Una cultura distinta, unas costumbres diferentes, una comida exquisita al paladar, un idioma que, incluso después de tantos años, no llego a dominar.


La travesía empieza con la promesa firme de siempre volver cada vez que me voy. Luego, pasa el tiempo y uno como que se olvida de la cosa hasta que mi padre dice que tiene los tiquetes. Después de un mes, pero como si hubiera pasado solo un día, llega el momento de viajar. Empiezan, desde entonces, día y medio de agonía. Es el sufrir inevitable para llegar al paraíso. Llegamos a El Dorado y partimos hacia Paris. Diez horas de vuelo, si la memoria no me falla y, por fin, aterrizamos en el Charles de Gaulle. Nos bajamos del avión y nos dirigimos hacia la misma puerta de siempre donde van esas caras desconocidas que se hacen conocidas y que gritan, sin quererlo, “también vamos a Beirut”. Luego de la caminata llegamos a la puerta. Esa es y lo sabemos; estamos rodeados por paisanos que lejos de ser terroristas, fanáticos o fundamentalistas son solo viajeros, como nosotros, que ansían volver a casa. De ahí, otro vuelo de casi cinco horas hacia Beirut, la capital libanesa. Pero el recorrido no termina ahí, luego hay que ir en carro, taxi, bus, o cualquier medio de transporte terrestre hacia los respectivos pueblos. El mío, el de mi padre, el de mis abuelos, El Karaoun, queda a dos horas de camino. En Beirut, los carros atiborran la ciudad y se siente esa brisa caliente característica del verano, pero, a medida que nos adentramos en la montaña, la brisa se torna mas fresca y los automóviles van disminuyendo, como por arte de magia. Siento, entonces, un apretón en el estómago y una felicidad indescriptible; cada vez el camino se acorta. Cuando por fin llegamos, ahí está, el paraíso disfrazado en la sonrisa de mis abuelos, en los abrazos de mis tíos, en las risas de mis primos y en la bienvenida de los vecinos. Nos recibe un banquete de platos exóticos para nosotros que son comunes para ellos y nos espera una noche larga y confusa, gracias a las ocho horas de diferencia que hay entre Colombia y esta nuestra tierra lejana.


Los cuarenta días de vacaciones transcurren demasiado rápido. La casa de mis abuelos siempre está llena y el plan predilecto es ir a pasear en el carro a los pueblos cercanos. En dos horas podemos volver a Beirut, o si lo preferimos, en hora y media estamos en Siria. Estando aquí se escucha el silencio y la mezquita que reza. La tranquilidad casi se puede tocar con los dedos. Entonces, sonrío y abrazo este presente momentáneo que me permite descansar y alejarme de la cotidianidad. Los ires y venires, dos mundos paralelos; Colombia y el Líbano mezclados secretamente en el sueño de todo viajero aventurero.

1 comentario:

jabonoberhelman dijo...

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